Arequipa se encuentra a 2400 metros sobre el mar, allí donde empieza – o donde acaba – el desértico litoral peruano, escoltada por grandes volcanes de hasta 6000 metros casi permanentemente ocultos tras las nubes en esta época del año.
Pasear por las calles de la “ciudad blanca”, como se la ha bautizado debido al extensivo uso de piedra sillar – un tipo de roca blanca y porosa producto de flujos volcánicos – te transporta sutilmente a otro continente. Por momentos te da la sensación de estar en alguna ciudad norteafricana, Essaouira quizá.
La piedra blanca, el sol perpendicular, el aire seco,… La ilusión se rompe después del almuerzo cuando empieza a soplar un viento sorpresivo, el cielo se encapota y empieza a llover. No por casualidad escribía Cervantes en La Galatea: “En Arequipa, eterna primavera”.
Arequipa es también la segunda ciudad en población del Perú. Una extensa superficie estriada por innumerables barrancos y cañones por los que bajan humildes riachuelos y un tranquilo río, el Chili. Es una ciudad que labró su época dorada con el comercio de piedras y metales preciosos, lanas y tejidos provenientes del lugares como Sucre, Potosí, Cusco o Charcas. La importancia geoestratégica de la ciudad provocó el asentamiento de numerosas familias castellanas y una fuerte ligazón con la monarquía, valiéndole el nombre de “fidelísima” y marcando su caracter tradicional y conservador.
Arequipa es también un caos automovilístico. Aquí, mucho más que en Cusco, impera la ley del más valiente, por mucho que las agentes de tráfico, casi todas ellas mujeres, intenten poner un poco de orden. Salir a la calle tiene cierto riesgo, en 2014 cada dos días alguien murió atropellado en Arequipa.
La semana en Arequipa ha sido tranquila. Nos hemos alojado en un hostal de mochileros plagado de ingleses y alemanes cerca del Chili, en el sector de Vallecito, a apenas 5 cuadras de la siempre presente Plaza de Armas. Este tipo de hostales es barato pero echamos en falta el contacto con la gente del lugar. Allí de nuevo Jana y Bruna han encontrado en Sara y Gina, la recepcionista y la cocinera del hostal, sus cómplices de juegos y risas. Aún así seguimos con la maldición peruana en forma de gastroenteritis y Bruna ha recaído.
Nuestros planes originales de visitar la Salinas o el Cañón del Colca los hemos pospuesto para nuestra próxima visita al Perú. Sí hemos paseado por la ciudad, aprovechando las mañanas soleadas y algunas tardes de lluvia. Desde el mirador de Yanahuara hasta el mercado de San Camilo o el parque de Selva Alegre, donde las jardineras descansan a la sombra de los molles y las llamas rumian mirándose desde la distancia esos raros y ruidosos animales de cuatro patas redondas.
El Monasterio de Santa Catalina es un remanso de paz sonora y visual muy cerca del centro, de paredes encaladas con colores saturados, de estancias con altas cúpulas, de cocinas ennegrecidas por el hollín y patios frescos colmados de flores y árboles frutales. Aquí desde 1579 y aún hoy viven monjas enclaustradas, conceptos ambos difíciles de entender para Jana.
Nos vamos de Arequipa y volvemos a Cusco. Nuestro tiempo en el Perú se acaba. Nuevamente contamos los días no con la intención puesta en nuestra próxima parada sino en saborear los últimos instantes entre estas gentes tan especiales.
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Què guapes estan! Quins colors! Quin gust llegir-vos!